Españoleando en Guirilandia

Soy cañí porque así me hizo Dios.

12 marzo 2005

"Aznar cría cuervos, el pueblo pone los ojos"

No me gustan los aniversarios fáciles, ni el “recordar” en imperativo plural del discurso hitleriano, porque no me gusta comprar caramelos que son sólo envoltorio.
No me gustan las manifestaciones antiterroristas, ni las acciones terroristas cuando traen muertos. Y cuando los traen no me gusta llorarlos a espuertas como hace aquella cara pública de lágrimas televisivas, como aquel presentador de noticias. Su vacío sentimiento me repugna.
No me gusta que el terrorismo llene la sobremesa, la tertulia, la editorial; no me gusta que sea el tema del día de jueves a miércoles; porque así se resuelve en elefante volador al que señala el pillo mientras nos roba la cartera. Un elefante cuyo combustible son vidas, una nube trompada a la que una y otra vez miramos en idiotez colectiva.
No me gusta la muerte, tampoco la cárcel ni la tortura; no me gusta el dolor por la pérdida, tampoco el dolor por la injusticia, sufrimiento, explotación, hambre, inseguridad… y aún más pérdida. Me enfurece que uno y otro dolor no reciban la misma cantidad de lágrimas públicas.
Y no tengo muy claro si por o a pesar de todo
ello, necesito publicar este correo-e que me ha enviado Meteoro:

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Hoy hace ya un año del 11-M.


Al día le quedan sólo unas horas y he estado toda la jornada pensando en escribir. En el trabajo no me concentraba y casi no he podido hacer nada. Sólo ahora, a las 22:40, es cuando me he decido a enfrentarme al folio en blanco y a los recuerdos. No sé cómo empezar, ni sé siquiera si acabaré diciendo todo lo que tengo en mente o cómo lo escribiré, pero si sé que la letra queda, y hará que el recuerdo no se diluya con el paso del tiempo.

Aquel día estaba en Madrid. Esa semana tenía clases de postgrado y como todos los días Andrés y yo nos disponíamos a ponernos las pilas para intentar ordenar un poco el territorio.
Sonó el despertador. Lucha contra la pereza, el sueño y ganas de descansar un poco más, para enseguida ir a desayunar.
Era jueves, la semana y la larga conversación de la noche anterior nos estaban pasando factura. Ese día no nos cruzamos con mi padre, que ya había salido a trabajar, no habíamos puesto la radio, y eran creo que cerca de las 8:00. Salimos a la calle con el tiempo justo para llegar a las clases y no nos dábamos cuenta de nada.
Ese día no nos cruzamos con el continuo flujo de personas que se dirigen al edificio de oficinas de al lado de mi casa. Oíamos alguna sirena de más a lo lejos. Nos pareció extraño que una lechera de la policía escoltara a una ambulancia del SAMUR. Batimos nuestro particular record de la Calle Jordano por segunda o tercera vez en lo que iba de año, que no consistía en otra cosa que recorrerla todas las mañana desde la Calle Fuencarral hasta la Plaza de Pablo Olabide por el centro; ”como en los pueblos” solíamos decir. Llegamos a nuestro particular refugio en la madrileña jungla de asfalto que es la Plaza Olabide y su habitual silencio mañanero llegaba a su máxima expresión.
Por fin, llegamos a FUNDICOT. La noticia estaba ahí.
Las primeras cifras salían por la ediciones digitales de los periódicos, la radio estaba puesta, nadie estaba para nada. Sólo había una preocupación. Saber cómo se encontraba la gente que tenían que venir en metro o en cercanías. La gente fue llegando poco a poco, la ciudad estaba herida física y psicológicamente. Eso se notaba, la gente estaba a la expectación del encuentro deseado, de la confirmación tranquilizadora, de la noticia que da sosiego, la calma…
Recuerdo perfectamente cómo Celia comentaba que había necesitado casi 12 minutos para salir a la calle desde el andén de la línea 10 en Alonso Martínez, o cómo a Andrés le empezó a sonar el móvil con la gente de Zaragoza preocupados queriendo saber cómo nos encontrábamos, o cómo sonaba la voz de María cuando la llamé desde la cabina,…
Sin embargo había algo que no cuadraba. Guillermo no había llegado y todos los días cogía el cercanías de la línea de Alcalá. No se podía saber nada. Con internet y los teléfonos fijos y móviles colapsados no había manera de informarse. Pasaban los minutos y no había respuesta. Pasaba media hora y no se sabía nada...
Por fin el teléfono da señal ¡¡A Guillermo ese día el sueño le regaló una vida!! Era el mismo sueño que le hizo perder el tren que tenía pensado coger. Era un tren que tenía que llegar hasta Atocha y luego a Chamartín. Era el tren que tuvo como estación final la del Pozo del Tío Raimundo. Guillermo se tuvo que quedar en Alcalá y darse la vuelta a Guadalajara. Horas más tarde un mail con una redacción profundamente afectada por los sentimientos decía que había vuelto a nacer.
Recuerdo a Aitor preocupado por una amiga suya que en ese momento se encontraba en uno de los trenes y que pasado todo este tiempo aún sufre las consecuencias físicas, las otras nunca se irán…
Recuerdo cómo decidimos ir donar sangre y como oímos por la radio que se pedía no se fuera a donar sangre, que estaba saturado el servicio de donantes, o cómo Dani se enteraba de que su padre había salido del tren que le traía desde Pinto, y que se paró en seco por la explosión cuando aún le faltaba la mitad del andén por recorrer en Atocha, para ayudar a los heridos.
No se me olvida que decidimos ir a Sol a concentrarnos silenciosamente y como había grupos numerosos de policías, que entraban y salían del metro, el ruido de los helicópteros rastreando el cielo, gente sin rumbo intentando quemar nervios, en definitiva, pequeños gestos que generaban movimiento entre la gente por unos segundos, incertidumbre, incertidumbre que matada toda esperanza de encontrar serenidad en esos momentos y que no dejaba hueco en nuestras mentes para la calma.
Me acuerdo como al día siguiente se quedó muda la ciudad a las doce, como los de Price Waterhouse Coopers se concentraron en la puerta de su sede y espontáneamente decidieron trasladarse a la calzada de la Calle Almagro, y el silencio siguió hasta que se rompió con palmadas de esperanza, en palmadas de escape a tanta agustia y a tanto dolor, en palmadas que por un momento dejaron mudas las bombas y los gritos de dolor.
Tampoco se me olvida cuando quedé con M.Ángel y el resto de la colonia cántabra el sábado otra vez en Sol, y vimos como en la plaza llena hasta la bandera, con velas, pancartas y pitos como se iniciaba una cacerolada ensordecedora. Recuerdo como la presión popular me aplastaba contra los muros de la sede de la Comunidad de Madrid, cómo para ver algo me tenía que subir a las barandillas de la boca de metro, como recorrimos la calle de Atocha hasta llegar a la glorieta de Carlos V…
No se me olvida cómo lloraba el cielo el día de la manifestación. Cómo se convirtió el recorrido en un particular Vía Crucis para todos los que hacíamos nuestro dolor el dolor de los familiares, amigos y conocidos de las víctimas. ¡No estamos todos faltan 200! se oía.
No se me pasará por alto el mail que me decía lo triste que era pensar que “en la época de los cromagnones se resolvían los problemas a garrotazos y ahora nosotros nos creíamos civilizados…” Cuánto de verdad tenía esto; qué increíble especie es la raza humana, capaz de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo, capaz de infligirse el más cruento, espantoso y horrendo de los dolores contra sí mismo.
Pasaron los días y al día siguiente de volver a Zaragoza me encontré con Raúl en el Paseo de Independencia : ¿Cómo estás tío?¿Como están las cosas por Madrid? - Están mal, están muy tristes.
No era complicado explicar a Benjamín y a Jorge como el dolor se había apoderado de Madrid, para eso estaban las imágenes, pero si me resultaba especialmente difícil explicar hasta qué punto como una ciudad que rezuma energía, vitalidad y movimiento, se había quedado desolada, apagada, quieta, intentando digerir lo mucho que se le había herido. Cómo una ciudad que está acostumbrada a arrastrar y tirar del carro necesitaba angustiosamente que la empujaran, que se había quedado sin aliento,…

Hoy, como todos los días me he levantado a las 07:15. Hoy, he puesto la radio, me he me he cruzado con mi padre en el pasillo y he desayunado con él. Hoy, cuando he salido a la calle ya estaba formada la hilera de gente que se dirige desde la boca de metro al edificio de oficinas. No se oían ambulancias, ni ha pasado una lechera de la policía a toda velocidad por la Plaza de Quevedo. Ya no voy por la Calle Jordano, pero estoy seguro que hoy no hubiera podido dar dos pasos por la calzada de la calle. Hoy más que nunca me he fijado en estos pequeños e insignificantes detalles. Esos detalles que están ahí y de los que hoy más que nunca das gracias de que existan y conviertan el día en un día más.

Hoy ha pasado un año del 11-M y parece que los días vuelven a ser como nunca debió dejar de serlo aquel once de mayo de dos mil cuatro, parece que la ciudad respira hondo de nuevo aunque no pueda evitar que se le entrecorte el aliento cuando piensa en los ausentes.

MADRID, 11 de Mayo de 2005
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El pueblo siempre pone los ojos.

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